Lo difícil es dudar de nosotros mismos y revisar permanentemente las razones que nos han llevado hasta aquí. Solo entonces podemos sentarnos en un lugar discreto y silencioso y allí, con pleno conocimiento de lo que vamos a decir, llamar finalmente para decir algo que realmente nos sobre.
Graves voces de una ausencia que desdibujamos y suavizamos en nuestras conciencias, con las flores decadentes de los crisantemos. Reposar la tristeza, el desamparo o la ausencia, la revelación de mis alegrías, la confesión inaplazable de mis desasosiegos.
Más tarde, ya como profesor, siempre intenté transmitir mi pasión por la NATURALEZA a mis alumnos. Después de los años, desde la memoria, puedo afirmar que el oficio de profesor es duro y valeroso, de hombres sufridos, aventura de largos meses en jornadas enloquecidas y tenebrosas, pero otras, llenas de alegrías desbordantes.
En las salidas de campo que hacía con mis alumnos y alumnas, disfrutaba haciendo fotografías, captando detalles tan cercanos como el borboteo de algunas fuentes bajas, tan granadinas como las del romántico Carmen de los Mártires y tan bellas como el Partenon en Grecia.
Con los paseos de senderismo por las rutas de Granada, aproveché esta circunstancia, para programar un itinerario por el río Darro con mis alumnos y alumnas, por las huertas del Valparaíso, por el valle entre la Alcazaba Cadima y la fortaleza de la Alhambra, hasta su embovedado en la Plaza Nueva, ya dentro la ciudad.
En mi estancia italiana, Monópoli fue el lugar elegido para saborear las delicias de sus callejuelas tortuosas y plazas de estruendo. No eran plazas de arquitectura apabullante, pensadas para las arengas y el tráfago vocinglero, sino más bien unas plazas recoletas, hasta las que sólo llegan los paseantes más ariscos de los caminos trillados; unas plazas bendecida por el sol, serenas de jardines, huidas del asfalto, donde aún era posible ensanchar el alma.