A los niños nos querían en la calle, jugando, divirtiéndonos, chutando balones o saltando a la comba. Costaba entender que alguien bajito y con calcetines quisiera quedarse en casa, a la luz de la lámpara del salón, leyendo.
Las esperanzas están en este cartón blanco que va amarilleando mientras pasan los días.
La vida es realmente lo que nos espera y que todo lo vivido no es otra cosa que preámbulo, sueño o prólogo.
Aquellas sensaciones, por siempre, jamás, las encontraremos en las esquinas junto a las que paseamos, nostálgicos, a las horas propicias para un encuentro que nos retrotrae a la infancia en penumbra de las plazas, a los horarios infantiles de la escuela.
Cada época tiene su desencanto como tiene una gripe nueva, y no hay antídoto posible cuando la historia de nuestro pequeño mundo, es lo más parecido a una repetición espiral que nos lleva hasta el desagüe de la historia.
Todo vuelve a ser igual: Las hojas de los árboles, la temperatura, la línea de la sombra sobre el suelo, el tacto de las manos dentro del mismo abrigo, el aroma de la leña que arde en alguna chimenea, el color del mar y la neblina sopera de las cocinas.
Cuando camino por estos lugares granadinos, me invade una inquietud, unas preguntas, unas dudas, de algo que me parece imposible de haber vivido.