En esto de recordar, hay algo parecido a vivir de nuevo las cosas, aunque ya se haya perdido la viva color de la realidad pasada, de las perdidas voces; y todo nos parezca una inédita aventura y, si no inédita, quizá distinta en cierto modo a lo que fue en los almanaques de un día. 

Si hay algo que me guste de los viajes, es recordar que puede haber otro mundo dentro de éste, que existe algo que se llama historia de la ciudad, y que en esos senderos y calles no hay coches, ni semáfaros, sino pasos tranquilos y cruces frías, los truenos y la oscuridad, la alegría y el dolor a veces, de la gente.

Estaba de pie; mis manos entrelazadas; pájaros detenidos; sobre una amplia medina corríamos como niños; sonreíamos. Clavaba mis ojos curiosos en lo importante del estremecido paisaje. Acaso le sorprendería ver en mis tímidos titubeos un algo de meritoria entrega. La entrega infinitamente ilusionada que sólo cabe advertir en las pupilas de un hombre fascinado. 

Ahora vivo en el confín de los tiempos, cerca de la frontera entre el adiós y el olvido. En una ciudad austera, en una casa en las alturas y desde la ventana veo los límites de la ciudad. Mi ciudad es una de esas ciudades que no terminan de serlo del todo. Allí, casas bajas incrustadas en un jardín grande. El cogollo de los rascacielos allá en lo más lejano. Los parques amplios con sus veredas de tierra. Las carreteras de jauría en la hora punta. 

Estoy en este rincón de mi casa nueva, que ya nunca dejará de ser la atalaya de mi vida eterna. Y aquí recuerdo lo que me contaron hace tiempo siendo un niño, que en algunos días del año, si uno pasea por el Albayzín a cierta hora de la noche, puede encontrarse con los espíritus de aquellos moros del pasado, que cargan con su pena desde hace más de cuatrocientos años.

A veces, en la vida, no queda otro remedio que definirse. Y no es raro que el acto en sí resulte engorroso. Porque, o bien son los otros los que te obligan a definirte (casi siempre para saber a qué atenerse contigo), y entonces lo haces un poco a regañadientes y como forzado por las circunstancias, lo que inevitablemente te acaba dando un aire claudicante y un tanto contemporizador; o bien, es un acto de valor ante una situación que ya de por sí se presenta chunga y de la que no estás muy seguro de cómo vas a salir.

Una tarde, un pájaro ha detenido su batir de alas, y por unos segundos, se ha mantenido quieto en la verticalidad de un aire que se nos adentra con los perfumes de las plantas aromáticas o las hierbas recién cortadas. Ya estamos más que avisados. El otoño llama a nuestra puerta: está ahí, en la decadencia vegetal y en los vuelos planeadores de las aves.