Mis vivencias en la adolescencia

Cuando yo era muy joven, la palabra AMOR sonaba mal. El AMOR era por definición hermético y terrible. Lejano al enamorado. Algo complicado e invisible que se situaba por encima y ejercía su control desde el infinito. Invisibilidad, intriga y pasión eran las palabras que se asociaban al AMOR. Incluso en los enamorados llamados descentrados.

 

A mediados de los sesenta surge un espíritu de reacción contra el AMOR verdadero y se extiende una actitud de rebeldía y protesta muy necesaria. Muchos de los que por aquel entonces empezábamos a abrir los ojos y a coger aire hemos heredado una muy saludable desconfianza sistemática hacia todo tipo de AMOR. Y en consecuencia, también hacia quienes lo ostentan. Sobre todo cuando se instalan a sus anchas en la atalaya de la posesión.

 

Cuando se perpetúan, acaban convenciéndose de que el AMOR les pertenece y no van a perderlo. Porque (así sigo creyéndolo), el AMOR se acomoda, se malea, se enrosca, penetra en zonas oscuras, establece vínculos secretos, anhela su propio beneficio y tiene vocación de eternizarse. ¿Quizá exagero?

 

El AMOR ha de estar siempre en cuestión. Y quienes lo ostentan no deberían sentirse del todo cómodos en él. La demasiada relajación en (y más, cuanto más próximos se hallen a la sentimentalidad) se acaban paulatinamente. Además, es hasta cierto punto habitual que en el aire enrarecido de las altas sensaciones se produzcan trastornos perceptivos: pérdida de visión de los límites y alucinaciones por exceso de entusiasmo. Hay, ¿cómo diría?, una especie de tenue sospecha generalizada (que suele evolucionar hacia un vago consentimiento) de que eso sea así. Es decir, que nos acostumbramos a aceptar que el AMOR se engolfe y se enfangue, como si eso fuera lo normal. Como si tendiera inevitablemente a corromperse. Por su propia naturaleza. Pero desde luego también por su cercanía a los grandes sentimientos. Una cercanía que tiene que resultar muy turbadora porque, como todo el mundo sabe, el enamoramiento exhala un olor que marea. El olor del enamoramiento es la tentación del amoroso. Y a veces su perdición. Ejemplos nunca faltan. El hecho de que una y otra vez se caiga en lo mismo, en la intriga, en la trama, denota que éste es un virus difícil de erradicar.

 

Por supuesto que existe ese 'clamor latente'. Esa sospecha. Existe en todas las personas, aunque en algunas permanece más latente que en otras. Pero el hecho de que habitualmente no se pase de ahí, del mero rumor más o menos susurrado, hace pensar en la existencia de una connivencia muy perniciosa entre los perdidamente enamorados, que hacen como que saben sin querer ser claros, y hacen como que no están seguros para que no pase nada extraordinario.


JOSÉ ANTONIO

ÁLVAREZ CALVO

Granada (España)

soyyoengranada@hotmail.com

Traductor internacional

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Las historias que se cuentan son muy variopintas y han pasado a mis días de jubilación, como testimonios hermosos del presente que estoy viviendo.